Querida Kitty:
Parece que hubieran pasado años entre el domingo a la
mañana y hoy. ¡Cuántos acontecimientos! Como si el mundo
entero se hubiera trastornado de repente. Sin embargo, ya vez,
Kitty, todavía vivo, y, como dice papá, es lo principal.
Sí, en efecto, vivo todavía, pero no me preguntes dónde ni
cómo. Tú no comprendes nada de nada hoy ¿verdad? Por eso me
es necesario, primero, contarte lo sucedido a partir del domingo
a la tarde.
A las tres (Harry acababa de irse para volver más tarde)
llamaron a nuestra puerta. Yo no lo oí, porque estaba leyendo en
la terraza, perezosamente reclinada al sol en una silla de lona. De
pronto, Margot apareció por la puerta de la cocina, visiblemente
turbada.
-Papá ha recibido una citación de la SS -cuchicheó-. Mamá
acaba de salir para ir a buscar al señor Van Daan.
(Van Daan es un colega de papá y amigo nuestro).
Yo estaba aterrada: todo el mundo sabe qué significa una
citación; imaginó inmediatamente los campos de concentración,
las celdas solitarias. ¿Íbamos a dejar que llevaran allí a papá?
-Naturalmente, no se presentará -dijo Margot, mientras que
ambas esperábamos en el salón el regreso de mamá.
-Mamá ha ido a casa de los Van Daan para saber si podemos
habitar, desde mañana, nuestro escondite. Los Van Daan se
ocultarán allí con nosotros. Seremos siete.
Cayó el silencio. Ya no podíamos pronunciar una palabra
más, pensando en papá, que no sospechaba nada. Había ido a
visitar a unos ancianos al hospicio judío. La espera, la tensión, el
calor, todo eso nos hizo callar.
De repente, llamaron.
-Es Harry -dije yo.
-No abras -dijo Margot, reteniéndome.
Pero no era necesario. Oímos a mamá y al señor Van Daan
que hablaban con Harry antes de entrar y que luego cerraban la
puerta detrás de ellos. Cada vez que sonaba el timbre, Margot o
yo bajábamos muy sigilosamente, para ver si era papá. Nadie más
debía ser recibido.
Van Daan quería hablar a solas con mamá, de modo que
Margot y yo dejamos la habitación. En nuestro dormitorio, Margot
me confesó que la citación no era para papá, sino para ella misma.
Asustada de nuevo, empecé a llorar. Margot tiene dieciséis años.
¡Quieren, pues, separar de sus familias y llevarse a muchachas de
su edad! Afortunadamente, como mamá ha dicho, no irá. Papá, al
hablarme de la clandestinidad, sin duda hacía alusión a esta
eventualidad.
Ocultarse... ¿Adónde iríamos a ocultarnos? ¿En la ciudad, en
el campo, en una casa, en una choza, cuándo, cómo, dónde?... Yo
no podía formular estas preguntas que se me iban acudiendo una
tras otra. Margot y yo nos pusimos a guardar lo estrictamente
necesario en los bolsones del colegio. Empecé por meter este
cuaderno, enseguida mis rizadores, mis pañuelos, mis libros de
clase, mis peines, viejas cartas. Estaba obsesionada por la idea de
nuestro escondite, y puse las cosas más inconcebibles. No lo
lamento, porque me interesan más los recuerdos que los vestidos.
Por fin, a las cinco, papá regresó. Telefoneamos al señor
Koophuis para preguntarle si podía venir a casa esa misma noche.
Van Daan partió en busca de Miep. (Miep está empleada en las
oficinas de papá desde 1933, y es nuestra gran amiga, lo mismo
que Henk, su flamante esposo). Miep vino para llevarse su cartera
llena de zapatos, de vestidos, de abrigos, de medias, de ropa
interior, prometiendo volver a la noche. Luego se hizo la calma
en nuestra vivienda. Ninguno de los cuatro tenía ganas de comer,
hacía calor y todo parecía extraño. Nuestra gran sala del primer
piso había sido subalquilada a un tal señor Goudsmit, hombre
divorciado, que pasaba de los treinta, y que al parecer no tenía
nada que hacer esa noche, porque no logramos librarnos de él)12(
EL DIARIO DE ANA FRANK
© Pehuén Editores, 2001.
antes de las diez; todos los intentos disimulados para hacerle
marchar antes habían resultado vanos. Miep y Henk van Santen
llegaron a las once, para volver a irse a medianoche con medias,
zapatos, libros y ropa interior, metidos en la cartera de Miep y en
los bolsillos profundos de Henk. Yo estaba extenuada, y, aun
dándome cuenta de que era la última noche que iba a pasar en mi
cama, me dormí de inmediato. A la mañana siguiente, a las cinco
y media, mamá me despertó. Por suerte, hacía menos calor que el
domingo, gracias a una lluvia tibia que iba a persistir todo el día.
Cada uno de nosotros se había vestido como para vivir en el
refrigerador, con el fin de llevarse todas las ropas posibles. Ningún
judío, en estas circunstancias, hubiera podido salir de su casa con
una valija llena. Yo llevaba puestos dos camisas, tres calzones, un
vestido, encima una falda, una chaqueta, un abrigo de verano, dos
pares de medias, zapatos acordonados, una boina, una bufanda y
otras cosas más. Me ahogaba antes de partir, pero nadie se
preocupaba por eso.
Margot, con su cartera llena de libros de clase, había sacado
su bicicleta para seguir a Miep hacia un destino desconocido, al
menos, en lo que a mí se refiere. Como vez, yo seguía sin saber
dónde quedaba el lugar misterioso en que nos refugiaríamos. A
las siete y media, cerramos la puerta de nuestra casa. El único ser
viviente al que pude decir adiós fue mi gato, que iba a encontrar
un buen hogar en casa de vecinos, según nuestras últimas
instrucciones en una breve carta al señor Goudsmit.
Dejamos en la cocina algo de carne para el gato y la vajilla del
desayuno; las camas quedaron deshechas, todo daba la impresión
de una partida precipitada. Pero, ¿Qué nos importaban las
impresiones? Teníamos que irnos a todo trance, salir de allí, partir
hacia un lugar seguro. Lo demás no contaba ya para nosotros.
La continuación, mañana.
Tuya,
ANA
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